jueves, 24 de junio de 2010

Comunicado del IDHUCA

La violencia es una de las “cárcavas” que están socavando a toda velocidad los endebles cimientos de las instituciones nacionales, tanto públicas como privadas. Las otras son la impunidad y la exclusión. Esa nefasta trilogía afecta, por lo general, la vida de las mayorías populares; son sus víctimas ancestrales. La fatalidad puede sobrevenir en un instante o a pausas. Y los daños que producen sus componentes, solos o agrupados, están hundiendo a El Salvador. Cada día que pasa, llueva o no, se sumerge más la esperanza de la gente; aquella que tantas veces y tantas voces le prometieron en los llamados “acuerdos de paz” o durante la propaganda electorera: una sociedad donde se pueda vivir sin la, hasta hoy, justificada costumbre de verificar que nadie te siga o venga a tu encuentro para asaltarte o asesinarte.

La figura de un boquete que crece día tras día, quizás sea la más apropiada para ilustrar la situación. No hay quien le ponga freno. No se trata sólo de las cifras diarias de homicidios o el recuento anual de todos los hechos criminales. A eso deben agregarse la frialdad y la bestialidad con que se cometen, explicables en buena medida por la impunidad imperante.

Probablemente nadie se imaginó que un grupo de criminales incendiaría una unidad del transporte público con sus ocupantes adentro. Durante la guerra se quemaron buses, pero sin sus pasajeros. La inseguridad siempre ha caracterizado ese “servicio”, desde las condiciones mecánicas de los automotores y su temeraria conducción hasta los frecuentes asaltos a las y los pasajeros. A ello se suma la muerte de motoristas, cobradores y empresarios, que el año pasado dejó un saldo rojo de ciento treinta y siete víctimas; en el 2010, ya ronda las setenta y siete.

Pero lo que ocurrió este domingo 20 de junio, superó cualquier suceso anterior. Al menos once personas murieron calcinadas en el momento, cuando un grupo criminal le roció gasolina y le dio fuego a un microbus de la ruta 47 en la ciudad de Mejicanos. Una de las víctimas tenía dieciocho meses de edad. Dos días después, el martes 22, falleció otra persona en el hospital donde era atendida. Minutos antes de la dantesca quema del bus, en la misma zona ejecutaron a balazos a dos niñas –una de siete y otra de nueve años– y al cobrador dentro de una unidad de la ruta 32.

¡Basta ya!

Este pueblo ha sufrido demasiado desde siempre: conquista sangrienta, guerras con países vecinos, genocidio en 1932 y las masacres, desapariciones forzadas, ejecuciones sumarias, detenciones ilegales y personas torturadas antes y durante la guerra. En esos eventos las víctimas las puso, sobre todo, el pueblo pobre. Y resulta que hoy, con los rivales en el campo de batalla disfrutando su negociada paz y alternándose el poder político, las mismas mayorías populares siguen sufriendo el azote de grupos criminales sin que unos y otros –los que se protegieron con la impunidad después del conflicto armado y quienes ahora no los quieren tocar– se pongan de acuerdo para enfrentar la situación y superarla de una vez por todas.

Se debe insistir: el rostro de las víctimas es el de la exclusión económica y social. Es el de las personas que no tienen otra que movilizarse en el deficiente e inseguro transporte público, que mandan a sus hijos e hijas a las escuelas públicas, que no tienen para la satisfacción humana y decente de sus necesidades más básicas, que viven en zonas de alto riesgo, que les resulta impensable pagar una agencia particular para vigilar sus residencias y que sólo están “seguras” pagándole la “renta” a la delincuencia que las rodea o que vive entre ellas, que a diario mueren y a diario lloran ante los cadáveres de sus familiares.

Hay que condenar a quienes les producen angustias y sufrimientos; a quienes las amenazan y asesinan. También hay que señalar a quienes deberían investigarlos, arrestarlos, procesarlos y castigarlos. Porque prometieron que lo harían al tener poder ejecutivo, legislativo, judicial o fiscal y no lo han hecho; ni siquiera lo han comenzado a hacer, porque no quieren o porque no pueden. Todos los planes y las reformas han fracasado: el endurecimiento de las leyes, el uso de los militares, las manos duras y súper duras… ¿Acaso eso no demuestra que más que músculo se requiere cerebro?

Aunque sean las personas más humildes quienes más sufren, fuera de los verdaderos “intocables” –mafias del crimen organizado violadoras de derechos humanos, corruptoras la “cosa pública” y traficantes de lo que sea– nadie está a salvo. El viernes 19 de junio encontraron el cadáver de José Mauricio Zablah, quien fuera presidente de la Cámara de Comercio de San Miguel; asimismo, tres personas fueron asesinadas en la colonia Utila de Santa Tecla. Ser funcionario público no es garantía de nada: la desaparición reciente de un integrante de la Procuraduría General de la República lo demuestra; también hay que recordar el asesinato de un policía, su madre y su hija o el intento de asalto a familiares del vicepresidente de la República, Salvador Sánchez Cerén.

Mientras, el presidente de la República continúa renegando de la herencia que recibió y no invierte el “capital político” que aún preserva en el impulso de acciones audaces y valientes; al interior de la Corte Suprema de Justicia, sus miembros siguen peleando entre sí; en la Asamblea Legislativa lo prioritario es debilitar al adversario, mantener privilegios o evitar más deserciones. Y el Fiscal General de la República sigue sin aparecer, ni siquiera ante los medios de comunicación; eso no sería lo importante, si su protagonismo radicara en el combate exitoso de la criminalidad.

El IDHUCA reitera su enérgica condena a los asesinos de las humildes personas incineradas el pasado domingo; también a los que producen a diario más víctimas mortales y más familias desconsoladas, aterrorizadas y sin saber qué hacer. ¿Cuántos niños y cuántas niñas, cuántas mujeres y cuántos hombres más tienen que morir para que la sociedad salvadoreña se vuelva a organizar? Eso es lo que se necesita hacer. Quizás no como antes, cuando una parte encaró a la dictadura militar y sus patrones mientras otra se creyó el discurso oficial que equiparaba la lucha por la democracia con una “traición a la Patria”. Más que el enfrentamiento entre iguales –porque la violencia impune actual iguala a todas las víctimas– hay que fomentar una participación ciudadana organizada que se plante como un todo fuerte y poderoso ante los políticos, las políticas y sus partidos, ante la administración pública incapaz y demagoga en todas sus manifestaciones, ante los grandes capitales y ante quien sea para demandar que se enfrente y supere tan insoportable crisis nacional.

No se valen ya ni promesas ni pésames. Es inadmisible que la muerte siga rondando día y noche a la niñez, la adolescencia y la juventud salvadoreñas; que la gente necesitada del sustento diario, individual y familiar, se juegue la vida al salir a buscarlo. El Salvador se está hundiendo dentro de un mar de sangre, en medio de una irresponsable ineficacia estatal. De una vez por todas, la población víctima de esos dos males debe gritar al unísono: ¡Basta ya! Y debe actuar como un solo cuerpo doliente, para que ese reclamo tenga respuesta.